miércoles, 15 de julio de 2015

TAREA 7

A) Hacer un breve comentario de los artículos:

  • "El declive y las mutaciones de la institución" de Francois Dubet
  • "Viejas y nuevas formas de autoridad docente" de Emilio Tenti Fanfani
B) Leer la Ley General de Educación (del artículo 20 en adelante) y hacer un organigrama que refleje los diferentes actores de la Educación en el Uruguay.

Extensión máxima 2 carillas 
(para el organigrama 1 carilla y para el comentario de los artículos 1 carilla)

FECHA DE ENTREGA: 5 de agosto

BIBLIOGRAFÍA:

  • Ley General de Educación: http://www2.ohchr.org/english/bodies/cat/docs/AnexoXIV_Ley18437.pdf 
  •  "El declive y las mutaciones de la institución" de Francois Dubet: http://es.scribd.com/doc/53199271/Dubet-El-declive-y-las-mutaciones-de-la-institucion#scribd 
  • "Viejas y nuevas formas de autoridad docente" de Emilio Tenti Fanfani:
 VIEJAS Y NUEVAS FORMAS DE AUTORIDAD DOCENTE
En el marco de una crisis generalizada de las instituciones, tanto la escuela como la familia han
dejado de funcionar como el soporte que garantizaba la legitimidad de los maestros. Librados a
sus propios recursos, ellos deben ganarse día a día un lugar de respeto y reconocimiento.
¿Desde dónde hacerlo y con qué herramientas? ¿Cómo reconstruir la credibilidad
imprescindible para el aprendizaje sin caer en las fórmulas del pasado?
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por EMILIO TENTI FANFANI profesor titular efectivo de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, investigador del CONICET y consultor del IIPE/UNESCO en su sede regional de América Latina
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Dos fuentes de autoridad pedagógica
La autoridad del maestro, condición necesaria del aprendizaje, no existe como cualidad innata
de un individuo, sino que se expresa en una relación. Para decirlo con otras palabras, se trata
de una construcción permanente en la que intervienen los dos términos del vínculo -el docente
y sus alumnos-, y que varía según los contextos y las épocas.
Ahora bien, ¿de dónde proviene la autoridad del maestro? ¿Por qué algunos tienen más
reconocimiento, aceptación y credibilidad que otros? ¿Por qué mientras algunos poseen el don
de “hacer ver y hacer creer” e incluso de seducir, otros ni siquiera logran que sus alumnos los
escuchen?
La sociología clásica nos enseñó que la legitimidad del docente surge de dos fuentes. Una es
personal y depende de características particulares del individuo, que sin embargo se “activan”
cuando son percibidas y reconocidas como tales por otros sujetos en una relación social. Más
precisamente, debería decirse que, en determinadas circunstancias, ciertos individuos están
predispuestos a creer y confiar en ciertas cualidades de otros (los “más viejos”, los “que tienen
títulos”, etcétera). No obstante, lo que está en juego es una creencia y no un dato natural. De
hecho, en algunos contextos “ser viejo” es un descrédito para quienes asocian la edad
avanzada a la “obsolescencia” o el “atraso”, cuando no a la pura y simple inutilidad.
Por otro lado, en el origen de los sistemas educativos modernos, la autoridad del maestro se
afirmaba también como una especie de “efecto de institución”. El acto del nombramiento en un
“cargo” o una “cátedra” de la escuela oficial (es decir, reconocida por el Estado para ejercer la
función educadora) generaba esa consecuencia casi mágica: transformaba a una persona
dotada de rasgos más o menos comunes en una persona digna de crédito. Por el solo hecho
de estar allí, con la constancia que lo habilitaba en el bolsillo, frente al curso, el maestro gozaba
ya de un respeto particular. La audiencia y el reconocimiento se daban por descontados, por lo
tanto no debía hacer muchos esfuerzos para convencer o seducir. Es cierto que nunca faltaron
los defectos de autoridad, los conflictos, los cuestionamientos de los alumnos. Por otra parte,
no todos los docentes recibían el mismo trato. Algunos eran más escuchados, “creídos”,
queridos y respetados que otros. Sin embargo, en la primera etapa del desarrollo de los
sistemas educativos modernos, en general la autoridad era más un efecto casi automático de la
institución que un mérito personal.
¿Qué es lo que garantiza hoy la autoridad del maestro y qué diferencias presenta con respecto
al pasado? En la actualidad, el caudal de autoridad que cada docente es capaz de construir
con sus propios recursos y su habilidad para usarlos tiende a ser cada vez más importante. Por
varias razones, las instituciones educativas ya no están en condiciones de garantizarle al
maestro-funcionario ese mínimo de credibilidad que en otros tiempos le proporcionaban. Así,
su trabajo se parece más al de un actor de teatro que debe conquistar y persuadir
cotidianamente a su público.
Una serie de factores ha incidido en este cambio sustantivo que tanto afecta la tarea docente.
Aquí me voy a referir brevemente a dos de ellos, que me parecen importantes: uno se vincula
con la crisis de las instituciones, el otro con la modificación del equilibrio de poder entre las generaciones.

La crisis de la institución escolar
La escuela pública ya no tiene la fuerza característica de otras épocas, lo que obedece a una
serie de razones. En primer lugar, ya no está en condiciones de cumplir con las nuevas
expectativas sociales. Por los recursos de que dispone y por las estrategias que emplea no
puede satisfacer demandas complejas relacionadas tanto con el desarrollo de los aprendizajes
como con la socialización y la formación de las subjetividades libres y autónomas (aptas para
ejercer la ciudadanía y todas las actividades creativas, productivas, etcétera).
La escuela -que tiende a crecer y a incorporar proporciones cada vez más grandes de la
población y que está presente a lo largo de toda la trayectoria vital de las personas y no sólo en
las primeras etapas de la vida- se ha convertido en una institución sobredemandada y
subdotada. Mientras más se le exige menos se le da en términos de recursos de todo tipo. Por
eso aumenta el número de “escuelas pobres y débiles” (en especial las que albergan al sector
de la población más carenciado y socialmente excluido) a las que se les asignan, al menos
verbalmente, funciones cada vez más difíciles de llevar a cabo.
Hay quienes piensan que vivimos tiempos de “desinstitucionalización” en todos los campos de
la vida social, y que la escuela no es una excepción. Las instituciones clásicas como el Estado,
la familia, la Iglesia, los partidos políticos, los sindicatos, etcétera, han perdido parte de su
poder para “fabricar” subjetividades y determinar prácticas sociales. La pluralidad de
significados (modos de vida, criterios cognitivos, éticos, estéticos, etcétera) y la heterogeneidad
de sus fuentes (Iglesia, medios de comunicación, espacios que ofrecen bienes culturales,
escuela, etcétera) vuelven más azarosa la formación de las nuevas generaciones, ya que no
existe un “currículum social” coherente que defina contenidos, secuencias y jerarquías en la
cultura que se intenta transmitir. A la debilidad de las instituciones se contrapone el individuo
libre y librado a su suerte, quien supuestamente debería “elegir” en la Torre de Babel de los
significados y las instituciones. “¿A quién creer?” o “¿en qué creer?” son preguntas cada vez
más frecuentes entre sujetos que deben construirse a sí mismos. Aquel que es capaz de elegir
en esa suerte de inmenso e infinito “supermercado” de productos simbólicos que es Internet,
¿con qué criterios lo hace? ¿Cómo se forman esas pautas y cómo se desarrollan las
preferencias y los gustos? Si no queremos caer en el naturalismo de pensar que los hombres
vienen ya equipados con un programa de percepción y de valoración determinado
biológicamente, es preciso reconocer que el proceso de humanización requiere justamente la
incorporación o interiorización de criterios que están en el exterior del sujeto y son producto de
la historia.
Ahora bien, en el actual juego de fuerzas el equilibrio de poder entre el sujeto y las instituciones
tiende a modificarse en favor del primero. Este dato condensa gran parte de la novedad del
desarrollo de la civilización contemporánea, y conlleva al mismo tiempo una oportunidad (para
la formación de individuos autónomos) y una amenaza (de individualismo extremo y
desintegración social).
La historia no tiene leyes, pero si una sociedad quiere reproducirse como tal debe montar algún
mecanismo para controlar el proceso de socialización e individuación de las nuevas
generaciones, que no puede quedar librado a un virtual espontaneísmo. Éste es el sentido de
las instituciones educativas en cualquier sociedad que busca ahuyentar los fantasmas de la
desintegración.
En síntesis, en el mundo en que nos toca vivir, las instituciones ven debilitado su poder y los
individuos (algunos más que otros, cabe recordarlo) son más libres y “autónomos” para
participar en su propia construcción como sujetos. Por eso el escenario de la escuela presenta
mayor complejidad que antes.
 
Las nuevas generaciones al poder
Por razones de algún modo ligadas a la desinstitucionalización, los adultos han perdido el
poder de antaño sobre las nuevas generaciones. Atrás quedaron los tiempos en que los padres
eran “dueños” (literalmente hablando) de sus hijos y podían hacer con ellos lo que quisieran.
Hoy el Estado fija límites a esta potestad, que está regulada por un marco normativo en función
de los intereses públicos. Lo mismo puede decirse del poder de los maestros sobre los
alumnos. En los orígenes de la escuela moderna, el estatus del docente provenía de una
delegación doble: tanto de la institución que lo nombraba y le daba una serie de atribuciones
como de los padres que le confiaban la educación de sus hijos. Por eso muchos maestros
llegaron incluso a ejercer formas variadas de castigo físico o simbólico (pero siempre doloroso)
sobre los chicos.
Las nuevas generaciones, en cambio, tanto en el seno de la familia como en la escuela, tienen
ahora derechos definidos (a expresarse, a participar en la toma de decisiones en asuntos que
les competen, a proveerse de información, a su identidad, etcétera). En este contexto, el
maestro se ve obligado a considerar su autoridad como una conquista sujeta a renovación
permanente y no como una propiedad inherente a su función. Para ello, debe emplear nuevos
recursos relacionados con la capacidad y la disposición a la escucha y el diálogo, el respeto y
la comprensión de las razones de los otros, la argumentación racional, etcétera.
La adaptación de las familias y las escuelas a una concepción de la infancia y la adolescencia
como portadoras de derechos acarrea muchos “dolores de parto”. Sin embargo, son cada vez
más frecuentes las experiencias que apuestan a construir una nueva institucionalidad escolar.
En efecto, en muchos casos uno puede encontrarse con alumnos que participan
orgánicamente en consejos escolares donde se deciden cuestiones de gran importancia, como
contenidos, tiempos, sistemas de evaluación, actividades, uso de recursos, definición de reglas
de convivencia y resolución de conflictos. Estas innovaciones no tienen nada que ver con la
“pérdida” de la autoridad de los docentes. Por el contrario, lo que se experimenta son formas
diferentes de generar autoridad, adecuadas a las circunstancias.

La restauración no es solución
La solución a los problemas actuales no se encuentra en el pasado o en la tradición. Hoy es
preciso renovar las instituciones educativas y al mismo tiempo dotar de una nueva
profesionalidad a los profesores. Es aquí donde las cualidades de los docentes, en sus
principales dimensiones culturales y éticas, adquieren todo su valor. Y estos atributos no son
“naturales” o simplemente “vocacionales”, como creen algunos. Tampoco se trata de resolver el
problema mediante los tradicionales “cursos de perfeccionamiento y actualización docente”.
El maestro no puede ser un funcionario competente para aplicar un programa curricular y un
reglamento. Tampoco sirve capacitarse para “dar órdenes” e imponer un orden. Como
mediador eficaz entre las nuevas generaciones y la cultura, debe tener la sabiduría necesaria
para motivar, movilizar, interesar y hasta para cautivar y seducir a sus alumnos. Sólo una
profunda reforma de la “formación intelectual y moral” y de las condiciones de trabajo de los
docentes podrá contribuir a encontrar una respuesta a los nuevos desafíos de la escolarización
masiva de los adolescentes. •