El campo de estudios del currículo sitúa su origen en EEUU y en los albores del siglo XIX. Desde entonces hasta la actualidad la investigación y la práctica curricular han dado lugar a una vasta y prolífica producción de estudios en la que es posible hallar diversas perspectivas de análisis del currículo escolar.
Algunos estudios intentaron definir “qué es” un currículo; otros desde una mirada de índole tecnológica propusieron describir “cómo” se elabora un currículo; y otros desde un enfoque sociológico y político se centraron en analizar “para qué” se elabora un currículo, esto es en explicar la función política y social del currículo escolar. La diversidad de perspectivas y problemas investigados es tal que, en opinión de algunos autores, la producción curricular no ha llegado a construir en sentido estricto una “teoría” del currículo escolar (Contreras 1990).
Los primeros antecedentes bibliográficos y el uso mismo del término currículo se sitúan en Gran Bretaña (Schubert, 1980, Stenhouse, 1987) pues el vocablo aparece registrado por primera vez en la Universidad de Glasgow en el año1633. Pero la emergencia de los estudios curriculares como campo de estudio se ubica en EEUU donde ya desde el siglo XIX el currículo se presenta como una arena de batalla en la que intervienen diversos grupos ideológicos, académicos, profesionales, políticos, religiosos y étnicos perfilándose desde entonces como una institución de carácter público sometida a escrutinio y debate desde distintos grupos de interés (Bolívar, 2003) (Moreno, 1990).
Desde entonces se ha ido configurando una distinción conceptual entre “curriculum prescripto”, entendido como norma escrita emanada desde los organismos de gobierno educativo, y el “curriculum real” o “currículo en acción”, entendido como todo aquello que sucede en la escuela a partir de las interacciones que se establecen entre alumnos, docentes y contenidos de la transmisión. Fue Lawrence Stenhouse (1987) quien introdujo de manera clara esta distinción, denominando “diseño curricular” a la norma escrita y “desarrollo curricular” al currículo en acción.
No cabe duda de que resulta relevante realizar estudios del currículo real o en acción que den cuenta de las experiencias de enseñanza y aprendizaje que efectivamente se producen en el contexto escolar. Sin embargo, en esta clase situaremos el foco de análisis en el diseño curricular en el sentido restringido de texto escrito. Un texto que por el hecho de haber sido emanado desde los organismos del gobierno educativo del Estado constituye una norma pública. Pasemos a desarrollar esta idea.
Primera cuestión clave: ¿es pertinente concebir al diseño curricular como una norma pública?
a. Sobre las normas públicas en regímenes de gobierno democrático
Una primera cuestión a analizar es el papel de las normas públicas en regímenes de gobierno democrático. Para ello partiremos de algunas aclaraciones conceptuales previas.
Con el término “gobierno” referimos a las diversas posiciones que se pueden ocupar en cúpula institucional del Estado. El acceso a dichas posiciones se realiza a través del régimen. Este consiste en “un conjunto de instituciones, reglas y prácticas que regula el acceso desde la sociedad a las más altas posiciones en el estado.” (O´Donnell, 2001) En este sentido el régimen puede ser considerado como un mediador entre Estado y sociedad.
Ahora bien, un régimen de gobierno es democrático cuando “el acceso a las principales posiciones de gobierno se logra mediante elecciones que son a la vez competitivas e institucionalizadas y en el que existen, durante y entre esas elecciones, diversas libertades habitualmente llamadas “políticas,” tales como las de asociación, expresión, movimiento y de disponibilidad de información no monopolizada por el estado o por agentes privados.” (O´Donnell, 2001)
Es preciso señalar que cuando referimos al papel de las normas públicas en regímenes de gobierno democrático, estamos ubicando el análisis centralmente en la dimensión legal del Estado. Esta dimensión refiere al sistema de leyes o trama de “reglas legalmente sancionadas que penetran y co–determinan numerosas relaciones sociales” (O´Donnell, 2001) y se encuentra íntimamente relacionada con la dimensión burocrática del estado. Juntos las burocracias del Estado y el derecho presuponen producir el bien público del orden general y de la previsibilidad de una amplia gama de relaciones sociales para todos los habitantes del estado.
La democracia, en tanto régimen de gobierno, constituye un modo de relación entre el Estado y los ciudadanos y entre los ciudadanos mismos bajo una forma de imperio de la ley. El concepto de “imperio de la ley” supone en una sociedad: a) la existencia de un sistema legal jerárquico, generalmente dependiente de normas constitucionales, y conformado por normas legales apropiadamente promulgadas; b) una situación de certidumbre que proviene de la existencia de un sistema legal que produce un orden social legal y que confiere definición, claridad y predictividad a las interacciones humanas; c) la existencia de controles recíprocos entre las instituciones del Estado mediante reglas legales que rigen y gobiernan su desempeño. (O´Donnell, 2002)
Me interesa resaltar un aspecto central, que hace al papel del imperio de la ley en una sociedad: el papel que la ley y las normas legales juegan en las interacciones humanas. Plantea el autor que la existencia del sistema legal produce certidumbre; una certidumbre relacionada con el orden social legal que le confiere definición, claridad y predictividad a las interacciones humanas. La ley en un sentido general hace a la posibilidad de convivencia pacífica.
En el marco del imperio de la ley, las interacciones humanas entre individuos son interacciones entre “sujetos jurídicos” o “personas legales”. En un estado democrático de derecho, los individuos son considerados sujetos jurídicos esto es “ciudadanos”, que portan derechos y obligaciones derivadas de su pertenencia al régimen político, de su autonomía personal y de la responsabilidad de sus acciones.
Entre los sujetos jurídicos existe por tanto una “igualdad ante la ley”, que podría desestimarse por su carácter formal y porque ella oculta desigualdades sumamente importantes entre las personas. Sin embargo, coincido con O´Donnel (2002) en sostener que aunque sea formal, la igualdad de los sujetos jurídicos es un plano de la “igualdad” que no habría que menospreciar y que tiene potencialidad expansiva para que el proceso de construcción de igualdad continúe.
b. Sobre la relación entre política y espacio público
La consideración del currículo como norma pública nos lleva a considerar también algunas precisiones conceptuales en torno a la concepción del espacio público.
Hannah Arendt en su libro “La condición humana” (1974) distingue tres formas de la vida activa de los seres humanos: la labor (labor) que se relaciona con la necesidad de mantenerse vivo; el trabajo (work) que se vincula con el mundo artificial construido por el hombre; y la acción política (action) que es la forma de vida activa que se funda y sostiene en la presencia de los otros.
La acción política introduce al otro y al hacerlo se constituye en condición de posibilidad de “lo público”. Cuando la autora refiere a “lo público” alude en sentido estricto a la negociación entre sujetos que se despliega en la esfera de la acción política. Lo “público” remite en Arendt a dos fenómenos estrechamente relacionados. Por un lado, remite a la publicidad, en el sentido de hacer público algo y de introducir múltiples miradas. Esa presencia de otros –que ven y oyen lo que oímos y vemos nosotros– es lo que asegura la realidad del mundo y de nosotros mismos. Por otro lado, “lo público” refiere a lo común, es decir, que lo público es público en cuanto es común a todos. El mundo en tanto espacio público posibilita la interacción en torno intereses y fines comunes; y al hacerlo, también se constituye en el lugar de expresión de la pluralidad. Por tanto, la relación entre espacio público y acción política es para Arendt de doble condicionalidad: los seres humanos crean espacios públicos mediante la acción política concertada en el lenguaje; y esos espacios públicos se constituyen a la vez en condición de posibilidad de la acción política y de concertación en el discurso. Dicho de otro modo, la inexistencia o la precariedad del espacio público –en tanto espacio de interés común– inhabilita al ámbito propio de la acción política (Arendt, 1974).
Habermas en su libro “Historia y crítica de la opinión pública” (1981) reactualiza el debate sobre este tema en la literatura política anglosajona. Este autor plantea el papel central que juega la “opinión pública” en el modelo de Estado de derecho. El espacio público no es “político” sino de vida social cotidiana. Los ciudadanos se comportan como “público” cuando abordan temas de interés general, se reúnen, concertan, manifiestan y pueden expresar (hacer públicas) sus opiniones de modo libre. Este autor, por tanto, concibe al espacio público en vinculo estrecho con la sociedad civil, incluso llega a sostener que el espacio público aparece históricamente asociado al surgimiento de la sociedad civil.
La trama de lo público estaría sustentada en el diálogo y en la producción de opinión en torno a diversas cuestiones sobre las cuales puede haber intereses comunes. Para Habermas el espacio público se torna “político” cuando las discusiones y las posiciones se establecen en relación con temáticas que dependen de la práctica del Estado. De allí que para este autor el espacio público pueda ser concebido como una instancia de mediación entre la sociedad y el Estado. Una instancia en la que se forma el “publico”, concebido éste como un vehículo de la opinión pública, pues la opinión pública, en sentido estricto sólo se puede formar si existe un público involucrado en una discusión racional.
c. Sobre el diseño curricular como norma pública en un régimen de gobierno democrático
Ahora bien hechas estas aclaraciones previas ¿es pertinente concebir al diseño curricular como una norma pública? Cuando aludimos al papel de currículo como norma pública en un contexto de régimen de gobierno democrático ¿a qué estamos haciendo referencia?
Asumo como supuesto normativo que el diseño curricular es una norma pública y que en tanto tal constituye un instrumento destinado a regular desde el Estado el carácter público de los propósitos y contenidos de la enseñanza escolar. Aunque en sentido estricto no es una ley, pues no es producido desde el cuerpo legislativo, sino desde el ejecutivo, el diseño curricular es una norma que forma parte del Estado en su dimensión legal. Por tanto está destinada a otorgar certidumbre a las interacciones entre sujetos jurídicos o ciudadanos que portan derechos y obligaciones en este caso referidos a la educación escolar: particularmente a la definición pública de sus propósitos y contenidos.
El diseño curricular, en tanto norma pública, forma parte del cuerpo de normas que posibilitan el tratamiento de los individuos como sujetos jurídicos iguales ante la ley, pues hace públicos los derechos y las obligaciones vinculadas con las tareas de enseñar y de aprender en el sistema escolar. Cabe señalar que en el campo de los estudios curriculares es posible hallar autores que incorporaron en sus teorías las dimensiones política y pública del currículo escolar. Sus enfoques resultan consistentes con las definiciones de espacio público y de acción política que venimos sosteniendo, aunque ellos no hayan abordado el estudio del currículo en el contexto de la ciencia y de la filosofía política.
Uno de ellos es Ivor Goodson (2000) quien refiere al proceso de elaboración del diseño curricular y sostiene que:
“La incorporación de asignaturas a la enseñanza no consiste en una decisión imparcial, racional sobre lo que se juzga de interés para los alumnos. Es un acto político concebido de modo mucho más amplio en el que todos los grupos de interés, tal como debe ser dentro de una democracia, tienen la palabra; pero es un error considerarle un ejercicio objetivo y racional. Es un ejercicio eminentemente político, y en mi opinión debemos comprender este proceso.”
(Goodson, 2000: 43).
Señalo dos cuestiones clave que comparto con el autor y que desde mi punto de vista permiten sostener la argumentación central de la clase. Esas dos cuestiones son: en primer lugar el carácter eminentemente político del proceso de selección del contenido de la enseñanza escolar y en segundo lugar la representación de diferentes grupos de interés como condición necesaria de un proceso de selección de contenidos de la educación en un sistema político democrático.
Si concebimos a la selección del contenido de enseñanza escolar como un acto eminentemente político; el ejercicio de ese acto político en una sociedad democrática requiere de existencia de un espacio público que posibilite la construcción también pública del contenido a enseñar en el sistema escolar (Arendt, 1974).
Sabemos que la construcción pública del contenido de enseñanza escolar expresada en el diseño curricular está lejos de ser armónica pues involucra correlaciones de fuerza de diferentes grupos sociales, supone conflicto de intereses y lucha por espacios de poder. Y aunque admitamos que esa construcción pública puede finalmente expresar un pensamiento hegemónico o dominante, de todos modos constituye un procedimiento necesario e inevitable para garantizar el carácter público del contenido de enseñanza escolar y habilitar la acción política en un marco de régimen de gobierno democrático.
Otro autor que también refiere al carácter público del contenido de enseñanza escolar es Lawrence Stenhouse (1987) quien al definir al diseño curricular en tanto norma escrita señala que el mismo constituye "una tentativa para comunicar los principios y rasgos esenciales de un propósito educativo, de forma tal que permanezca abierto a discusión crítica y pueda ser trasladado efectivamente a la práctica". (Stenhouse, 1987: 29).
A los fines de esta clase, me interesa resaltar dos cuestiones de la cita de Stenhouse. Esas cuestiones son: a) la comunicación del proyecto educativo; y b) la posibilidad de discusión crítica de ese mismo proyecto. Como se podrá apreciar ambos aspectos refieren a la introducción del otro y por tanto a la acción política (en términos de Arendt). La publicación del documento escrito constituye una condición necesaria para garantizar su carácter público, pues “hace públicos” los propósitos y contenidos educativos y esto posibilita la acción política, aludida por Stenhouse con la expresión “discusión crítica”.
En un sentido similar sostiene Inés Dussel (2007) que
“el curriculum constituye un documento público que expresa acuerdos sociales sobre lo que debe transmitirse a las nuevas generaciones en el espacio escolar. Los acuerdos pueden ser más o menos consensuados, más amplios o más restringidos, pero en cualquier caso tienen un carácter público que trasciende lo que cada institución o docente puede resolver por sí mismo […] resaltamos que el curriculum tiene una línea directa con la dimensión pública de la escolaridad, con su contribución a la construcción de lo común. Que ese proceso sea heterogéneo, que no siempre sea armonioso, que involucre conflictos y desencuentros, no quiere decir que no haya que abordarlo, y mucho menos que se pierda del horizonte de nuestro accionar. Estamos en la escuela para transmitir la cultura a las nuevas generaciones; ésa es una tarea de primer orden para la sociedad, en la que todos deben (deberían) tener una voz. […]El curriculum es un documento público que busca organizar y regular lo que sucede en la escuela)”
(Dussel, 2007: 3).
Esa línea directa que Dussel delimita entre el currículo y la dimensión pública de la escolaridad, junto con la construcción de “lo común” que el diseño supone, inscriben el proceso de elaboración de la norma curricular en un acto político. El producto de dicho proceso político, esto es el diseño curricular, se constituye por tal en una producción pública.
La existencia del diseño curricular en tanto norma escrita resulta fundamental en la educación escolar para “estar atentos a su carácter público, para conservar parámetros comunes sobre lo que se enseña la escuela, y que éstos tengan que ver con lo que se ha definido colectivamente. El curriculum es una suerte de “ley” en la escuela, de norma que establece contenidos y regula lo que debe enseñarse”(Dussel, 2007: 6).
Segunda cuestión: ¿cómo opera la norma curricular en la regulación del carácter público del proceso de selección del contenido de enseñanza escolar?
Diversos son los estudios (Bolívar, 2001; Fullman, 2002; Tyack y Cuban, 2000) que en el plano nacional e internacional mostraron la baja capacidad regulatoria de las normas curriculares prescriptas desde los organismos del gobierno educativo tanto para promover el cambio como la mejora de la enseñanza escolar. Partiendo de esos estudios sostengo a modo de hipótesis que existen tres factores que condicionan el papel que desempeña la norma curricular en la regulación del carácter público del contenido de enseñanza escolar en nuestro país .Esos factores son:
- Un contexto sociopolítico regional y nacional de fragilidad de lo público, de deterioro del imperio de la ley, y de debilitamiento de la capacidad regulatoria del Estado.
- Un discurso académico que ha conceptualizado poco sobre el papel que el currículo como norma pública en la regulación del carácter público del contenido de enseñanza escolar.
- Un discurso académico sobre el papel de los docentes que ha jerarquizado el rol de profesional autónomo, en detrimento del papel que cada docente desempeña como funcionario público.
a. Un contexto sociopolítico regional y nacional de fragilidad de lo público, de deterioro del imperio de la ley y de debilitamiento de la capacidad regulatoria del Estado
c) Un discurso académico sobre el papel de los docentes que ha jerarquizado el rol de profesional autónomo en detrimento del papel que cada docente desempeña como funcionario público
Numerosas investigaciones (Connelly y Ben–Peretz, 1980; Randy y Corno, 2000) demostraron que los profesores no son meros aplicadores de las normas curriculares prescriptas, sino que desempeñan un papel activo de interpretación crítica y de construcción de versiones alternativas del currículo. Esas investigaciones se han complementado con otras sobre la práctica de la enseñanza que han puesto en evidencia su carácter heurística: la práctica docente no consiste en la aplicación de “técnicas”, sino que supone resolución de problemas, es decir que siempre hay algo novedoso sobre lo cual es necesario tomar decisiones. Los docentes por tanto poseen un margen de autonomía para tomar esas decisiones acerca de qué y cómo enseñar en sus aulas; decisiones que toman a partir de sus ideas acerca de lo que consideran válido enseñar y aprender en la escuela. Ese margen de autonomía permitiría explicar el papel que desempeñan en la interpretación y en la construcción de versiones alternativas del currículo.
En relación con estos estudios se han ido configurando otros que pusieron por delante la concepción del docente como “profesional autónomo”. Según Fernández Enguita (2001) esa idea de profesional autónomo esconde una confusión bastante común por la cual se identifica al conjunto de las profesiones con las profesiones liberales.
No cabe duda que tras la concepción del docente como profesional autónomo, hay una reivindicación legítima de reconocimiento de su labor y de su saber experto. Sin embargo coincido con Enguita en señalar que la imagen de profesional del discurso de la profesionalización docente es la del profesional liberal.
Ahora bien, ¿es válido que el docente sea concebido como un profesional liberal? Al lado de las profesiones liberales existen otras, que se podrían denominar profesiones burocráticas u organizacionales, que no se basan en el ejercicio autónomo ni en el mercado (militares, sacerdotes, diplomáticos, jueces, fiscales, interventores) y que componen cuerpos de funcionarios del Estado.
¿Qué caracteriza a estas profesiones organizacionales? Enguita lo plantea del siguiente modo:
“El puesto en sí mismo es una profesión; su aceptación implica un deber específico de fidelidad a cambio de una existencia asegurada, a una finalidad objetiva impersonal (la de la organización). El funcionario disfruta de una estimación social estamental frente al público, en parte por sus diplomas y pruebas de acceso y en parte por un estatuto de funcionario. El cargo, en la práctica, es a perpetuidad, incluso si ha de ser ratificado periódicamente. La remuneración es fija, condicionada por el rango interno y la antigüedad y no por el trabajo realizado. El funcionario está colocado en un escalafón y aspira, en general, a automatizar el tránsito por el mismo”
(Enguita, 2001).
Los docentes podrían incluirse en este grupo, si apelamos a su origen y a su inserción laboral actual. Son de hecho funcionarios integrantes del sistema público de educación escolar. Pero coexiste este modelo con un ideal colectivo y una práctica informal de una profesión liberal. Según Enguita ninguna de las dos concepciones está a la altura del servicio público que la educación debiera ser. Propone el modelo profesional democrático en el cual lo que define a la profesionalización no es la autonomía o al definición de una jurisdicción como ámbito exclusivo de competencias (modelo liberal), ni la disciplina o la disponibilidad para los fines de la organización y la integración en el cuerpo (modelo burocrático) sino “ el compromiso con los fines de la educación, con la educación como servicio público: para el público (igualitario, en vez de discriminatorio) y con el público (participativo, en vez de impuesto)” (Enguita, 2001).
El discurso del docente como profesional autónomo que retoma el modelo de la profesión liberal produjo un reclamo de mayor autonomía del docente para la toma de decisiones en la enseñanza. Esta mayor autonomía, que se reclamó en el discurso de la profesionalización docente, se vio reforzada por las políticas de descentralización curricular aplicadas en sistemas educativos tradicionalmente centralizados.
En la mayoría de los países latinoamericanos esas políticas resultaron disruptivas respecto de las tradiciones de gestión educativa, pues redefinieron los papeles que tradicionalmente jugaron el Estado nacional, los docentes y las escuelas, e incluso las familias, en la regulación del contenido de enseñanza escolar. En todos los casos los modelos de definición curricular asociados a las políticas de descentralización incluyeron un nivel institucional de definición curricular. Por tanto las escuelas y los docentes se vieron compelidos a elaborar sus propios diseños curriculares institucionales (Contreras 1990). Es decir se vieron instados a interpretar la norma prescripta y a adecuarla a la diversidad cultural y social propia del grupo de alumnos que atienden en cada escuela.
El modelo curricular adoptado en los años 90 en Argentina, que implicaba tres niveles diferentes de definición curricular (nacional, provincial e institucional), se inscribió en ese cambio y legitimó una concepción del docente como interpretador crítico y constructor activo del sentido de la propuesta curricular, concepción que, como ya señaláramos, resultaba hegemónica en el discurso académico del campo de los estudios docentes.
Desde la política curricular se legitimó la toma de decisiones y la elaboración del diseño curricular institucional por parte de los docentes. Ese modelo es el que en la actualidad permanece vigente en la mayoría de las provincias argentinas.
En este contexto, de discurso académico y de política curricular que jerarquiza el rol de profesional autónomo y que avala la toma de decisiones en el diseño curricular institucional por parte de los docentes, es altamente probable que sean pocos los docentes que se perciban a si mismos como integrantes de un cuerpo de funcionarios públicos que regulan su práctica en torno a temáticas y cuestiones que resultan de interés común. También es altamente probable que la norma curricular sea tomada no como el principal referente sino como uno más entre otros al momento de decidir qué enseñar.
Cabe señalar que también se produjo un discurso sobre la docencia que pensó al docente como “trabajador de la educación”. Esta concepción, sostenida por gremios, por académicos e incluso por funcionarios políticos, pudo haber influido en la capacidad regulatoria del diseño curricular prescripto desde el gobierno educativo. En situaciones de crisis, o de conflicto gremial o de divergencia política con el partido de gobierno, la norma curricular pudo haber sido vista como una regulación de índole política con la cual confrontar. La identificación de gobierno con el Estado, producto de la inexistencia de políticas de Estado en educación, al igual que en otras áreas sociales, pudo haber contribuido, también, a situaciones de negación o rechazo de cambios los curriculares propuestos desde el gobierno.
Este desarrollo requiere pensar algunas preguntas claves:
- ¿Qué papel puede jugar el diseño curricular prescripto desde el Estado en un contexto de debilitamiento de la concepción del docente como funcionario público?
- ¿En qué medida la idea de profesional autónomo debilita la capacidad regulatoria de la norma curricular?
- ¿En qué medida el posicionamiento del docente como trabajador influye en su relación con la norma curricular emanada del el gobierno de la educación?
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Diversos autores han propuesto diferentes denominaciones – entre ellas “modernidad tardía”, “sociedad posmoderna”, “de la segunda modernidad”, de “modernización reflexiva” o de “la modernidad líquida” – para describir la gran transformación acontecida en el espacio público y, en términos más generales, en la manera en que la sociedad actual funciona y se perpetúa a si misma. En todos los casos los autores identifican procesos de reestructuración de los marcos regulatorios de la acción de individuos e instituciones.
Zigmunt Bauman (2003), uno de los autores que reflexionan sobre este tema, sostiene que en la nueva modernidad aquello que era considerado un trabajo a ser realizado por la “razón humana”, asignado a los Estados modernos portadores de esa “racionalidad”, se fragmentó y se derivó a los individuos, depositando en ellos nuevas responsabilidades. Esta fragmentación y ese traslado de responsabilidades desde el Estado hacia los individuos han tenido impacto tanto en la configuración del espacio público como en la construcción ciudadana
La nueva modernidad puede ser considerada una democracia de individuos a secas y no ya de ciudadanos –entendidos estos como sujetos jurídicos o “individuos de jure”, portadores de derechos y obligaciones–. Este avance del individuo por sobre el ciudadano en la modernidad actual puede estar asociado al deterioro del espacio público; deterioro que se produjo a partir de la desregulación y la privatización de las tareas y responsabilidades asignadas en el origen al Estado moderno y ahora delegadas en los individuos.
Si como plantea Hannah Arendt (1974) hay una mutua implicancia entre espacio público y acción ciudadana, el deterioro del espacio público en la modernidad actual puede ser un factor que explique el avance del individuo por sobre el ciudadano, es decir que permita explicar una ciudadanía débil.
Es esa ciudadanía débil la que estaría contribuyendo al deterioro del espacio público pues el individuo, en sentido estricto, no ejerce “acción política” – en términos arendtianos – y, por ello, tampoco contribuye a la construcción de lo público.
Se trata, entonces, de un círculo vicioso de la nueva modernidad en el que la participación ciudadana – en términos de Bauman (2003)– se halla degradada a la función de custodiar bienes y donde lo público se encuentra colonizado por lo privado. Por ello, en la modernidad actual, la ampliación de la libertad individual paradójicamente demandaría no menos sino más espacio y poder públicos.
Este cuadro general de situación se recontextualiza en América Latina y en el caso particular de la República Argentina. Desde ya, resulta muy complicado intentar una caracterización común y hablar de una “nueva modernidad” en una región como la latinoamericana que presenta realidades históricas, económicas, culturales y políticas tan diversas. Incluso sería lícito preguntarse en qué medida esa “primera modernidad” se ha instalado de un modo “similar” en todos los países de la región y más aún en el interior de cada país.
Haciendo esta salvedad, y sin borrar esas diferencias, es posible caracterizar a la construcción de una nueva modernidad en el contexto latinoamericano tomando como eje de análisis dos cuestiones que han incidido en la configuración del espacio público. Ellas son los procesos de desregulación y de privatización de tareas y responsabilidades originalmente asignadas a los Estados modernos; y la cultura política y la situación de la ley en América Latina.
Respecto de la primera cuestión, cabe señalar que el Estado fue el eje articulador del modelo societario que marcó la organización de las sociedades latinoamericanas desde fines del siglo XlX hasta avanzada la segunda mitad del siglo XX. Este modelo “estado céntrico”, aunque preponderó en la región, no fue homogéneo: mientras algunos países, entre ellos la Argentina, lograron una importante capacidad y efectividad del Estado nacional en el control de la población y del territorio, en otros se llegó a la globalización sin haber alcanzado niveles de institucionalidad del Estado que posibilitaran dichos procesos de control. (Tiramonti, 2005).
Esa matriz societal se rompió con la globalización y con ello se deshizo el entramado institucional que la sostenía y que permitía integrar alrededor de un sentido común y compartido a individuos e instituciones. El Estado nacional – y por ende la acción política– perdió centralidad en favor de una presencia fuerte del mercado. Se instaló una nueva forma de gobernabilidad que recayó en la responsabilidad de los individuos, quienes se vieron obligados a asumir las tareas y las responsabilidades que otrora asumieran los Estados nacionales modernos. Esa nueva forma de gobernabilidad implicó entonces la desconcentración de las funciones de regulación y de control hacia los niveles de decisión micro. Los mecanismos de gobierno se especializaron y de algún modo también se privatizaron (Rose, 1999).
Pero en Latinoamérica, fueron pocos los países que lograron construir y vivir en el marco de un modelo de “estado benefactor”. Por ello es posible pensar que el efecto fragmentador de la nueva modernidad se agudizó en esta región donde existió una vasta franja de la población – en particular la de origen indígena– que quedó excluida y que tuvo que cargar – desde siempre – con la responsabilidad de enfrentar y solucionar “sola” los problemas sociales. Esta agudización de la fragmentación social no sólo profundizó el debilitamiento del espacio público sino que, de hecho, profundizó los obstáculos para construir “lo público”, sobre todo en países donde ese espacio nunca había logrado construirse de un modo “sólido”.
Si como sostiene Hannah Arendt (1974) hay una mutua implicancia entre espacio público y acción ciudadana, es posible pensar que las dictaduras presentes en la mayoría de los países de la región contribuyeron a configurar una ciudadanía débil o truncada y que esa ciudadanía débil también minó el proceso de construcción del espacio público.
En este marco, las políticas de descentralización aplicadas en Latinoamérica traspasaron las responsabilidades de un “estado democrático débil” hacia “ciudadanos débiles” que fueron enajenados –desde siempre como los indígenas y en los períodos de dictaduras para el conjunto de la población– de su ciudadanía política y civil.
Esta debilidad del espacio público y de la ciudadanía en Latinoamérica son dos factores que es necesario tener en cuenta al intentar caracterizar a “la nueva modernidad” en la región. Y en todo caso, considerar que coexisten espacios sociales “pre modernos”, “modernos” y de “modernidad líquida” que se encuentran relacionados con las enormes desigualdades presentes en la región y con la histórica exclusión social de la población indígena, a la que en la actualidad se suman nuevos pobres y nuevos excluidos.
El segundo aspecto a considerar para caracterizar la situación del espacio público en la región es la situación de la ley en Latinoamérica, aspecto íntimamente relacionado con la cultura política y la historia política de los países la región. Vale preguntarse en este contexto ¿qué sucede con la ley en países que han vivido bajo regímenes dictatoriales que sistemáticamente la violaron?; ¿cómo ha impactado esa violación sistemática en la cultura política de la región?; ¿cómo ha influido en la construcción del espacio público y de la ciudadanía civil y política?
Un análisis de la cultura política en Argentina y Latinoamérica posibilita afirmar que la inefectividad y la trasgresión de la ley constituyen uno de sus rasgos característicos. En los últimos años diversos autores han estudiado la situación de la ley en la región. Entre ellos, Guillermo O´Donnell (2002) plantea que en la región el imperio de la ley no sólo ha sido parcial e intermitente debido a los sucesivos quiebres del orden democrático, sino que presenta diversos problemas que se expresan en el propio corpus legislativo de cada país, en el proceso de aplicación de la ley, en el tipo de relaciones que se establecen entre las burocracias y los ciudadanos y en las posibilidades de tener acceso al poder judicial y a un proceso justo. Por tanto en América Latina el imperio de la ley se encuentra asociado a una ciudadanía trunca o de baja intensidad, ya que los individuos son ciudadanos en sus derechos políticos, pero no lo son en sus derechos civiles. Esto impediría hablar de Estados democráticos de derecho en la mayoría de los países de la región. Este conjunto de falencias indica un severo truncamiento del Estado en su dimensión legal, truncamiento que configura una situación que O´Donnell (2002) caracteriza como de“ilegalidad lisa y llana”.
Por su parte, Carlos Nino, haciendo foco en Argentina, plantea que en este país existe una pronunciada tendencia a la ilegalidad y a la anomia que se manifiesta en diversos aspectos de la vida cotidiana. Nino denomina a esa tendencia “anomia boba”, caracterizándola como una inobservancia de normas “que implica situaciones sociales en la que todos resultan perjudicados por la ilegalidad en cuestión […] que no es el resultado de intereses o valoraciones que la ley no pudo satisfacer y que se busca satisfacer al margen de ella. […] alude a la inobservancia de normas que produce una cierta disfuncionalidad en la sociedad de acuerdo con ciertos objetivos, intereses o preferencias”. Dicha disfuncionalidad se relaciona básicamente con la eficiencia. Así, en la definición de Nino la acción colectiva contiene anomia boba cuando “la acción colectiva en cuestión se caracteriza por la inobservancia de normas y hay al menos una cierta norma que conduciría a una acción colectiva más eficiente en la misma situación”(Nino, 2005: 34).
Plantea el autor que la anomia boba de la sociedad argentina, en definitiva, constituye una deficiencia de la materialización de la democracia e implica la existencia de bolsones de autoritarismo y anarquía en un contexto formalmente democrático. En sus palabras,“La anomia significa que cuestiones que afectan a los intereses de un conjunto de individuos son resueltas por decisiones aisladas de algunos de los individuos de ese conjunto, sin que se de el debido peso a la opinión de los estantes individuos afectados (...) La anomia es por tanto esencialmente antidemocráctica” (Nino, 2005: 252).
En ese contexto es altamente probable que el diseño curricular, prescripto desde los organismos del gobierno educativo del Estado, juegue un papel poco relevante en la regulación del carácter público del contenido de enseñanza escolar. Es muy poco probable que la norma curricular sea considerada por los actores institucionales como una norma pública mediante la cual el Estado regula el contenido a enseñar en las escuelas. Primero porque el Estado ha disminuido su capacidad regulatoria y luego porque tanto las normas públicas como la ley misma son reiteradamente transgredidas en el contexto referido.
También es poco probable que la normativa curricular sea percibida como instrumento garante del carácter público del contenido de enseñanza escolar. Primero porque en el contexto de inefectividad de la ley hay impunidad y poco pasa con quien no cumple la ley. La existencia de la ley no garantiza la actuación de acuerdo con la ley, menos aún en un contexto donde la ley se sanciona para ser transgredida. Pero también porque en un contexto de deterioro del espacio público, el carácter público mismo es algo que puede no ser considerado como un bien a resguardar, de donde la existencia de una norma orientada a tal fin resulta al menos innecesaria.
Esto exige dejar planteadas algunas preguntas claves:
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